Por Luis Alonso Hernández
Recientemente conversé con un trabajador de una tienda ubicada en un afamado centro comercial del municipio Naguanagua. Me informó que el encargado le paga 10 dólares quincenales, es decir 20 dólares al mes. Asombrado le expresé que eso era totalmente irrisorio, pues un ingreso tan bajo no alcanza ni para el pasaje en autobús. Luego el joven agregó que reciben comisiones que van entre un 0,5 a un 0,7 por ciento de la venta, lo que en algunos casos eleva el sueldo entre 60 y 80 dólares americanos, para un trabajo tiempo completo, cinco días a la semana.
La realidad de este chamo es similar a la de miles de jóvenes vendedores en estas tiendas, en donde el trapo más barato supera los 20 dólares, precisamente el salario mensual. No vender se convierte en hambre y desesperación, la única posibilidad de llevar pan a la mesa es desarrollando sus competencias, oratoria y simpatía para que la gente compre y así disfrutar de la comisión. En el caso de Marco, nombre ficticio para mi fuente, pasó días llorando porque sencillamente no vendía. Lo poco que ganaba se le iba en transporte público, por lo que decidió ir y venir caminando. No hay de otra para esta juventud precarizada, en un país que dejó de ofrecerles oportunidades desde hace bastante tiempo.
Lo más preocupante del asunto es que muchas de estas personas han abandonado sus estudios universitarios. Decidir entre estudiar y trabajar se convirtió en una lucha por sobrevivir. Los horarios de estos inclementes trabajos son incompatibles con los que ofertan las casas de educación públicas y privadas en la región, en donde por asuntos de transporte, seguridad y merma en las matrículas, dejaron de ofertar carreras durante la noche. Y si así fuera, lo que perciben estos jóvenes por sus servicios, no les alcanzaría para sufragar los gastos que generan los libros y otros materiales necesarios en el camino por el título.
Esta realidad es el reflejo de un país en crisis. En el pasado, las universidades públicas disponían de becas que representaban una gran ayuda, en especial para quienes provenían de otros estados. Yo mismo tuve la oportunidad de recibir una a mitad de la carrera en la Universidad del Zulia. También se disponían de comedores con alimentación balanceada. Sin embargo, la asfixia a la que han sometido desde las esferas del poder a nuestras universidades públicas ha hecho que estos beneficios queden en la memoria de quienes los disfrutamos.
Es triste ver a nuestros chamos tan precarizados, en especial a los que provienen de las clases trabajadoras y desean estudiar. Es triste ver cómo explotan en estos centros comerciales de renombre a nuestra juventud, que, sin muchas opciones, se somete al brazo aniquilador del empleador por un sueldo miserable. Es triste ver a un Estado indolente, que mira con desprecio a la educación y todo lo que ella representa. Es triste y preocupante proyectar a esta juventud a futuro, una juventud vulnerable, empobrecida y sin la esperanza de escapar a este círculo perverso.