Por Julio Castillo Sagarzazu
Arturo Michelena, nuestro más prestigioso artista, seguramente no fue un hombre con una realización plena. Luego de su estadía en Paris, donde obtuvo con su Niño enfermo y con su Carlota Corday, camino al cadalso, las medallas de plata y oro de los salones oficiales franceses (el último de la Exposición Mundial) se vio obligado a regresar a Venezuela al concluir la beca que Guzmán le había otorgado.
En aquella época, solo el Estado y la rica sociedad capitalina, podían comprar obras de arte. De manera, que aquel genio, que ya asomaba una evolución en sus obras que podrían haberlo llevado (siguiendo a su paisano Boggio) por el camino del impresionismo, a conquistar nuevas glorias en el arte mundial, se tuvo que conformar con pintar “por encargo”, para el gobierno y la burguesía caraqueña, retratos de héroes y de familiares de aquellas familias. Seguramente, para su alma de artista extraordinario, aquello no fue un destino feliz.
Sin embargo, Michelena no fue un olvidado. Su ciudad le rindió un homenaje singular
Eso ocurrió cuando el Ateneo de Valencia, hace más de 60 años, acordó realizar el Salón Michelena en su honor. 64 ediciones se realizaron para recordar su memoria.
Con el curso del tiempo, esa confrontación se convirtió en la más importante del país y la que indicaba el rumbo de las nuevas tendencias de la plástica nacional. Una institución cuya sangre nos corre por las venas, porque nuestra madre la presidio y yo mismo, acepté la invitación de José Napoleón Oropeza para acompañarlo en la directiva.
Todo esto fue así, hasta que un infausto día y “manu militari”, el Ateneo fue despojado de su sede, impedida la entrada a sus directivos y entregado a manos extrañas. En este proceso no medio, ningún procedimiento legal de expropiación del inmueble que seguía siendo un bien privado. Nos referimos al edificio central, pues ciertamente la gobernación hacía varios años, había construido edificios adyacentes y se le habían entregado para uso de la institución.
Cuando ello ocurrió, como era natural, al ser despojado de su sede natural, el Salón Michelena debió trasladarse a otros espacios. Fue en ese momento, en un esfuerzo titánico, en el que la exposición se llevó a sedes alternas. Quien esto escribe, puso a disposición el Centro Cultural y deportivo Don Bosco, perteneciente a la alcaldía de Naguanagua. Lo propio hizo El Carabobeño con sus salas de exposiciones; el gabinete de la Estampa y el Dibujo y la galería Braulio Salazar de la Universidad de Carabobo.
Fue una demostración robusta y una respuesta de la sociedad civil que tomo ese estandarte de lucha y resistencia frente a un atropello sin nombre.
Hoy día, hemos conocido que la gobernación de Carabobo está convocando una edición “65” del Salón Michelena. Este número no es inocente. Al poner esta numeración se están obviando, justamente, las 4 ediciones que el Ateneo de Valencia convocó fuera de las salas confiscadas ilegalmente.
Es obvio que nadie en su sano juicio pueda objetar que ninguna institución pública o privada convoque una confrontación de artes plásticas y mucho menos con atractivos montos en los premios. Todo lo contrario, hay que saludarlo. Pero hacerlo, usurpando el nombre y la propiedad histórica e intelectual del Ateneo de Valencia, sobre el Salón Michelena es una provocación innecesaria y sin ningún sentido.
¿Qué objeto tiene? ¿Humillar con el poder? ¿Echar sal en una herida? ¿Distanciar las posibilidades de un acuerdo justo sobre el tema de la sede?
La verdad es que por más vueltas que se le dé al asunto es difícil de entender. Hay que llegar a la conclusión de que se trata, de lo mismo que ocurrió con la ejecución de Luis Antonio de Borbón por parte de Napoleón. Se atribuyó en aquella ocasion a Fouché, haber dicho al respecto: fue “peor que un crimen, fue un error”.
Si juzgáramos las cosas con la óptica de los métodos tradicionales de la política, podríamos concluir que la revolución está empeñada en un cambio cultural y que para ello debe destruir las bases del “ancien régime”, las económicas, las sociales y las culturales. Vale, eso lo entenderíamos, pero es que lo que estamos viviendo no es ninguna revolución. Todo lo contrario, cada vez se parece más a un proceso destinado a dejar lo peor del sistema que quería cambiar y a potenciar sus antivalores. Uno de los cuales, el dinero, es la nueva “ideología” que se quiere implantar y el instrumento para construir nuevas élites y para hacerse de nuevas y viejas voluntades.
No sabemos si tendrán éxito en este cometido. No hay duda de que avanzan, pero no está todo dicho. Hay bolsones de resistencia que se enfrentan a estas pretensiones. No sabemos, tampoco, si habrá la fuerza para impedir que se consume el proyecto de hacer tabula rasa con los valores inmanentes a nuestra cultura y a nuestra historia. Quizás no lo veamos nosotros, sino nuestros hijos o nuestros nietos, pero en Venezuela saldremos de esta Edad Media y conoceremos un Renacimiento.
Renacimiento, que seguramente tendrá semejanzas con el que, desde Italia, sacó a la humanidad de la oscuridad medieval. Quizás tendrá una misma meta: Tratar de regresar a los cánones de la belleza clásica. En nuestro caso, será regresar a un país que, con todos sus problemas, era uno donde el trabajo estaba valorado, donde el dinero (en la mayoría de los casos) dependía del esfuerzo y no de la cercanía del poder y donde había una relativa convivencia civilizada entre todos.
Ese día, quizás mis morochos caraqueños y mis niñas de aquí, presencien como regresan a su sitio las estatuas de Colón, las de José Antonio Páez y la de Monseñor Montes de Oca.
Ojalá que no se les ocurra derrumbar al indio de resortes de la Francisco Fajardo ni a los adefesios del túnel de La Cabrera. Ojalá que los dejen, para que la historia juzgue tales despropósitos y que cada quien decida cuál es el tipo de país que quiere para vivir.
Concluimos esta nota con un aviso a navegantes: Un llamado a la reflexión y a tratar de restablecer el respeto entre todos, independientemente de las diferencias que tengamos.
No hay razones para que continuemos cavando en el agujero donde podemos perecer todos.