Por Julio Castillo Sagarzazu
El peor error de un sector de la oposición venezolana es no entender en que clave anda el país en este momento. Venezuela, hoy en día, no está en clave de consensos, está en clave de rupturas.
Si, es una afirmación gruesa porque lo “políticamente correcto” es decir que nuestro país necesita entendimientos y no desacuerdos.
No es la primera vez que esto ocurre. En las elecciones que hicieron a Chávez presidente, también el país estaba, en ese modo. Venezuela, en realidad, escogió entre dos modos de ruptura y no entre dos modos de consenso. Tanto Salas Romer, como Chávez, eran efectivamente, dos formas de quiebre respecto del modelo anterior. Chávez sacó ventaja en la manera de plantear su opción y todos sabemos que ocurrió.
Todo había comenzado el 27 de febrero del 89. El caracazo, fue el primer aldabonazo y el 4 de febrero, el segundo. Carlos Andrés Pérez, no leyó bien lo que pasaba y tampoco Eduardo Fernández. Eduardo pensó que se había creado un “vacío de poder” y reaccionó de acuerdo al librito, formando un gobierno de unidad nacional, cuando en realidad lo que había en el país no era un vacío de poder, sino que era un vacío de oposición. Caldera, si lo entendió.
Chávez protagonizó la ruptura, pero no supo (o no le interesó) formar un consenso luego. Los estadistas se diferencian (entre otras cosas) de quienes no lo son, en que son capaces de juntar las piezas que se han desperdigado después de las rupturas. Ese, en efecto, será el gran desafío de un liderazgo que sustituya a este régimen. Después de provocar una ruptura con todo lo que ha significado el chavismo, su gran reto será construir un nuevo consenso que nos lleve a convivir civilizadamente por muchos años en el futuro.
Los herederos de Chávez, no lo han hecho mejor, en este asunto de formar nuevos consensos para avanzar y dejar atrás la ruptura. Al contrario, han añadido a la pesadilla nacional, la degradación de las condiciones de vida de nuestros compatriotas; la separación de las familias y la deriva institucional.
Una de las primeras consecuencias de esta situación es el descredito de las elites en todos los estamentos. Por eso, muy pocos creen que esto lo puede arreglar un gran componedor, un consenso milagroso o un conclave de sabios.
La mayoría de los venezolanos intuyen que de nada servirá “poner vino nuevo en odre viejo”
Quizás sea este el error de muchos de los lideres opositores venezolanos que centran sus discursos en ideas (sin duda alguna plausibles) de unidad, de ubicarse en el medio, de no caer en “radicalismos”, etc.
El problema es que esa narrativa, por si sola, no llegan a estimular a las grandes mayorías venezolanas que lo que quieren es una ruptura con lo que hoy viven y no tienen confianza en que un “consenso” con los responsables de la tragedia pueda lograrlo. Tampoco confían que pueda lograrlo un “consenso” de los que tuvieron la responsabilidad de enfrentarla y fracasaron en el intento.
Es esta manera de pensar la que no permite leer con claridad el fenómeno de María Corina Machado a la que despachan con el argumento de que es una señora radical que no entiende de consensos y de acuerdos.
En realidad, esta incomprensión viene de la manera incorrecta de interpretar cual será la secuencia de los acontecimientos que pueden sacarnos del abismo. Será una ruptura la que nos lleve a un futuro consenso y no un consenso el que nos traiga la ruptura necesaria. En este caso, el orden de los factores altera sensiblemente el producto.
En el imaginario popular ya se ha instalado la idea de que Machado es la que se ubica en las antípodas del estatus quo que vivimos. Ya eso estaba claro hace mucho, pero MC no representaba una opción viable de cambio electoral hasta que decidió presentar su nombre a las primarias de la oposición. En ese momento, se conjugaron y potenciaron esos dos factores que la han convertido la referencia de ese cambio en todos los sectores de país. Paradójicamente, hoy María Corina es emblemáticamente la figura que la gente vincula con una salida electoral, mientras que el gobierno reedita el esquema de los grupos de choque y el de la negación de los derechos electorales.
Por esa razón, defender las primarias es una lucha consustancial a la ruptura con lo viejo que es lo que el país quiere y, además, la estupenda oportunidad de que los ciudadanos expresen su voluntad sobre el liderazgo que debemos construir, rescatando la fuerza del voto y otorgándole a ese acto de elegir, la dimensión de una rebelión cívica, pero profunda y democrática.