Los trabajadores del sector público tienen años pasándola mal. Los salarios que reciben son realmente vergonzosos, mientras el gobierno se escuda en las sanciones estadounidenses cuando se exigen incrementos. Mientras esto sucede, se va erigiendo una Venezuela hiperrealista que importa camionetas costosísimas y otros lujos como si nada, incrementando la brecha entre ricos y pobres que la propia revolución prometió cerrar, pues muchos de esos objetos que hoy día ingresan sin mayores controles, van a parar a manos de los que se benefician económicamente del régimen o vieron en el “enchufe” una oportunidad de oro para lucrarse.
Mientras esta imagen se ha convertido en parte de la cotidianidad, los maestros, los profesores universitarios y gremios aguerridos como el de los enfermeros, han salido sin miedo a la calle a mostrar su tragedia, pues con lo que perciben, están lejos de cubrir las necesidades más básicas en un país en donde la inflación desde hace años es incontrolable, la planta física de escuelas y universidades públicas dan pena, a los hospitales se deben llevar hasta los más mínimos insumos, mientras la desesperanza se apodera de un gran número de compatriotas.
En una de estas manifestaciones pacíficas a la que recurrimos los educadores conocí a María, una maestra del sur de Valencia que gana aproximadamente 30 dólares al mes. Vende hielo, aprendió a remendar ropa y ofrece tareas dirigidas. Además, su hija mayor, los fines de semana limpia una que otra casa y suma al presupuesto familiar, la única manera de sobrevivir. Casos como este se suman al de Ernesto, ingeniero y profesor en un Tecnológico, quien hasta hace poco trabajó como vigilante en un conjunto residencial de Naguanagua.
Estas radiografías se repiten a lo largo del país. Los trabajadores públicos y en especial los educadores en todos los niveles del sistema tienen años siendo golpeados por un gobierno al que pareciera no le importa la instrucción ni la preparación de su gente.
En este contexto, la vocación y el amor por lo que se hace despierta en muchos de nosotros el deseo de un cambio a corto o mediano plazo. Para que eso ocurra, hay que seguir formando, debatiendo con los estudiantes y con la gente en nuestras propias comunidades. Las aulas abiertas, así sea de manera intermitente, son necesarias para proseguir la lucha contra el oscurantismo al que pretenden llevarnos.
Siempre hemos dicho, aunque parezca un cliché, que las grandes transformaciones deben partir desde la educación. Un profesor que inspira y motiva es un arma efectiva frente a la tiranía. Las reservas morales de este país permanecen en las escuelas, liceos y universidades, heridos frente al hambre que pretenden quienes tienen el poder, pero con la fuerza para seguir construyendo una patria de equidad, trabajo y prosperidad para todos.
Así que, para distinguir entre la realidad y la fantasía impuesta por la proliferación de enchufes, hay que seguir educando a nuestra gente. Ya lo advertía Montaigne: El niño -y los jóvenes- no son botellas que hay que llenar, sino fuego que es preciso encender”.